Isaías 6: 5-8 à Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí.
El texto registra el encuentro de Isaías con la santidad de Dios y su reacción frente a ello. Y surge la pregunta divina: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” Isaías pudo responder: “Heme aquí, envíame a mí”.
La respuesta a la pregunta divina debería ser fácil, pero no lo es. Isaías lo pudo hacer porque él llenó ciertos requisitos. Antes de que alguien pueda contestar tal como contestó el profeta, es necesario que ocurran varias cosas:
1. Que lo grande en nosotros muera: Todo lo que en nuestras vidas es más grande que Dios debe morir, o por lo menos menguar notablemente.
2. Ver al Señor: Tener conciencia de su soberanía y de su presencia en nuestras vidas.
3. Tener conciencia de la santidad de Dios: Significa buscar diligentemente la santificación. Ya no nos creeremos sin pecado, sino que ahora más que nunca nos comenzaremos a vernos tal y como somos; reconoceremos que sin Dios no lo podemos lograr.
4. Haber reconocido de todo corazón que si no hubiera sido por Jesús todavía estaríamos en nuestros delitos y pecados.
Cuando estos puntos se cumplan, o por lo menos comiencen a darse en nuestras vidas, podremos oír la pregunta del Señor y contestarla. “Heme aquí, envíame a mí…” Y después que estos pasos se cumplan vendrá la dirección clara de lo que Dios quiere que hagamos.
En el mercado de esclavos
Hace 10 años
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